Mientras yo pasaba revista de aquellos bárbaros, me acordaba del dicho de Alcibiades: á donde fueres, haz lo que vieres, y rumiaba: ¡Te había de haber traído á visitar los ranqueles!
Al mejor se la doy, á abrazar cuatro veces, cargar y suspender otras tantas á cualquiera, gritando como un marrano: ¡¡¡aaaaaaaaaaaaa!!! no es cosa.
Pero cuando ese cualquiera llega á pesar nueve arrobas, tanto como Melideo; pero cuando hay que repetir la misma operación muscular y pulmonar ochenta ó cien veces, el ejercicio es grave, y puede darle á uno títulos suficientes para ocupar algún día en el mausoleo de la posteridad un lugar preferente entre los gladiadores ó luchadores del siglo xix.
Por algo me había de hacer célebre yo, aunque las olas del tiempo se tragan tantas reputaciones.
Espero, sin embargo, que en esta tierra fecunda no faltará un bardo apasionado, que cual otro don Alonso de Ercilla, cante: No las damas, no amor, no gentilezas, si no las loncoteadas de un pobre coronel y sus franciscanos.
Asuntos más pobres y menos interesantes he visto cantados en estos últimos tiempos por la lira de trovadores, cuyos nombres no pasarán á remotos siglos, pero que son poetas, según el diccionario de la lengua, en una de sus varias acepciones que en este momento se me ocurre: «Cualquier titulado vate, bardo, trovador, sin méritos para ello; cualquiera que versifica siquiera lo haga contra la voluntad de Dios y falseando las leyes del Parnaso».
Los franciscanos no fueron obligados más que á dar la mano; lo mismo mis oficiales; lo propio mis asistentes.
Muy cerca de una hora tardamos en abrazos, salutaciones y demás actos de cortesanía indiana.