Con el último indio que yo saludé, abracé y cargué gritando lo más fuerte que mis gastados pulmones me lo permitieron: ¡¡¡aaaaaaaaaaaaa!!! se oyeron los postreros hurras y vítores de la multitud, que no tardó en desparramarse montando la mayor parte á caballo, entregándose á los regocijos ecuestres de la tierra, como carreras, rayadas, pechadas y piruetas de toda clase, por fin.
Yo estaba orgulloso, contento de mí mismo, como si hubiera puesto una pica en Flandes, no sólo por la energía y fortaleza de que había dado pruebas incontestables y señaladas, sino porque ciertas frases que oía vagar por la atmósfera hacían llegar hasta mi conciencia el convencimiento de que aquellos bárbaros admiraban por primera vez en el hombre culto y civilizado, en el cristiano representado por mí, la potencia física, dote natural que ellos ejercitan tanto y que tanto envidian y respetan.
De vez en cuando llegaban á mis oídos estos ecos:
«Ese Coronel Mansilla muy toro; ese Coronel Mansilla cargando; ese Coronel Mansilla lindo».
Y esto diciendo, un sinnúmero de curiosos se acercaban á mí, hasta estrecharme y no dejarme mover del sitio. Mirábanme de arriba abajo, la cara, el cuerpo, la ropa, el puñal de oro y plata que llevaba en el costado, mostrando su cabo cincelado, las botas granaderas, la cadena del reloj y los perendengues que pendían de ella; todo, todo cuanto llamaba por su hechura ó color la atención. Y después de mirarme bien, me decían alargándome la mano:
—Ese coronel, dando la mano, amigo. Y no sólo me daban la mano, sino que me abrazaban y me besaban, con sus bocas sucias, babosas, alcohólicas, pintadas.
Idénticas demostraciones hacían con los oficiales, con los asistentes y con los franciscanos. Varias chinas y