mujeres blancas cristianizadas, por no decir cristianas, se acercaban á éstos, se arrodillaban, y tomándoles los cordones les decían: «La bendición, mi Padre». De veras, aquel recogimiento, aquel respeto primitivo me enterneció. ¡Qué cosa tan grande es la religión, cómo consuela, conforta y eleva el espíritu !
Los franciscanos dieron algunas bendiciones, y á poca costa hicieron felices á unas cuantas ovejas descarriadas ó arrebatadas á la grey.
El contento era general, ¡qué digo! ¡ universal !
Nadie, y eso que había muchísima gente achumada, nos faltó al respeto en lo más mínimo. Al contrario, caciques y capitanejos, indios de importancia y chusma, cristianos asilados y cautivos, todos, todos nos trataban con la más completa finura araucana.
Francamente, nos indemnizaban con réditos de los malos ratos, hambrunas, detenciones é impertinencias del camino.
¿Qué más podían hacer aquellos bárbaros, sino lo que hacían?
Les hemos enseñado algo nosotros, que revele la disposición generosa, humanitaria, cristiana de los gobiernos que rigen los destinos sociales? Nos roban, nos cautivan, nos incendian las poblaciones, es cierto.
¿Pero qué han de hacer, si no tienen hábitos de trabajo? ¿Los primeros albores de la humanidad presentan acaso otro cuadro? ¿Qué era Roma un día? Una gavilla de bandoleros, rapaces, sanguinarios, crueles, traidores.
¿Y entonces, qué tiene que decir nuestra decantada civilización?
Quejarnos de que los indios nos asolen, es lo mismo que quejarnos de que los gauchos sean ignorantes, viciosos, atrasados.
¿A quién la culpa, sino á nosotros mismos ?