ballos, porque en los campos sólo suceden desgracias.
Vinieron otras inesperadas; pero todas ellas sin interés.
Yo hablé de los dos caballos que me habían robado en Aillancó, del saqueo de Wenchenao á las cargas, y lo hice con vivacidad, apostrofando á los que así me habían faltado al respeto, pareciéndome que mi tono de autoridad llamaba la atención de todos.
Haría cinco minutos que conversábamos, traduciendo el lenguaraz de Mariano sus razones y Mora las mías, cuando trajeron de comer.
Entraron varios cautivos y cautivas—una de éstas había sido sirvienta de Rosas,—trayendo grandes y cóncavos platos de madera, hechos por los mismos indics, rebosando de carne cocida y caldo aderezado con cebolla, ají y harina de maíz.
Estaba excelente, caliente, suculento y cocinado con visible esmero.
Las cucharas eran de madera, de hierro, de plata; los tenedores lo mismo, los cuchillos comunes.
Sirvieron á todos, á los recién llegados y á las visitas que me habían precedido.
A cada cual le tocó un plato como una fuente.
Mientras se comía, se charlaba.
Yo no tardé en tomar confianza; estaba como en mi casa, mejor que en ella, sin tener que dar ejemplo á mis hijos.
Comía como un bárbaro—me acomodaba á mi gusto en el magnífico asiento de cueros y ponchos; decía cuanto disparate se me venía á la punta de la lengua y hacía reir á los indios ni más ni menos que Allú á la concurrencia.
Al que se me acercaba, algo le hacía—ó le daba un tirón de narices, ó le aplicaba un coscorrón, ó le pegaba una fuerte palmada en las posaderas.