Los más chuscos me devolvían con usura mis bronias.
Se acabó el primer plato y trajeron otro, como para frailes pantagruélicos, lleno de asado de vaca, riquísimo.
— Materialmente—me chupé los dedos con él, que no es lo mismo comer á manteles que en el suelo y en Leubucó.
Después del asado nos sirvieron algarroba pisada, maíz tostado y molido, á manera de postre; es bueno.
Trajeron agua en vasos, jarros y chambaos (es un jarrito de aspa).
Y, á indicación del dueño de casa, que con impaciencia gritó varias veces: ¡trapo! ¡trapo! (los indios no tienen voz equivalente) unos cuantos pedazos de género de distintas clases y colores para que nos limpiáramos la boca.
Se acabó la comida y empezó el turno de la bebida.
Este capítulo es serio, si es que después de sabias ináximas, consejos oportunos y graves reflexiones de Brillat Savarin, puede haber algo más serio que el comer.
Aquel filósofo, inmortal en su género, tiene dos aforismos que podían parafrasearse aquí, diciendo: díme lo que bebes, te diré lo que eres; el destino de las naciones depende de lo que beben.
Manuel Gascón ha de pretender á priori y á posteriori, que para él el problema está resuelto, sosteniendo que de todas las bebidas la mejor es el agua.
Digo que esto depende de las circunstancias, como que no hayan visitas, y prosigo.
Los indios beben, como todo el mundo, por la boca.
Pero ellos no beben comiendo.
Beber es un acto aparte.
Nada hay para ellos más agradable.