rico sombrero de paja de Guayaquil, adornado con una ancha cinta encarnada, pintada de flores blancas.
Yo llevaba un puñal con vaina y cabo de oro y plata, sombrero gacho de castor, y alta ala, no le quitaba los ojos al orgulloso indio, mirándole fijamente cuando me dirigía á él.
Bebíamos todos.
No se oía otra cosa que ¡yapaí, hermano! ¡ yapai, hermano!
Mariano Rosas no aceptaba ninguna invitación, decía estar enfermo, y parecía estarlo.
Atendía á todos, haciendo llenar las botellas cuando se agotaban; amonestaba á unos, despedía á otros cuando me incomodaban mucho con sus impertinencias; me pedía disculpas á cada paso; en dos palabras, hacía, á su modo, y según lo usos de su tierra, perfectamente bien los honores de su casa.
Epumer no había simpatizado conmigo, y á medida que se iba caldeando, sus pullas iban siendo más directas y agudas.
Mariano Rosas lo había notado, y se interponía constantemente entre su hermano y yo, terciando en la conversación.
Yo le buscaba la vuelta al indio y no podía encontrársela.
A todo lo hallaba taimado y rehacio.
Llegó á contestarme con tanta grosería que Mariano tuvo que pedirme lo disculpara, haciéndome notar el estado de su cabeza.
Y sin embargo, á cada paso me decía:
—Coronel Mansilla, ¡ yapaí!
—Epumer, ¡ yapaí!—le contestaba yo.
Y llenábamos con vino de Mendoza los cuernos y los apurábamos.
Mis oficiales se habían visto obligados á abandonar