la enramada, so pena de quedar tendidos, tantos eran los yapaí.
Los indios, caldeados ya, apuraban las botellas, bebían sin método; ¡ vino! ¡ vino! pedían para rematarse, como ellos dicen, y Mariano hacía traer más vino, y unos caían y otros se levantaban, y unos gritaban y otros callaban, y unos reían y otros lloraban, y unos venían y me abrazaban y me besaban, y otros me amenazaban en su lengua, diciéndome winca engañando.
Yo me dejaba manosear y besar, acariciar en la forma que querían, empujaba hasta darlo en tierra al que se sobrepasaba demasiado, y como el vino iba haciendo su efecto, estaba dispuesto á todo. Pero con bastante calma para decirine :
—Es menester aullar con los lobos para que no me coman.
Mis aires, mis modales, mi disposición franca, mi paciencia, mi constante aceptar todo yapaí que se me hacía, comenzaron á captarme simpatías.
Lo conocí y aproveché la coyuntura.
La ocasión la pintan calva.
Llevaba una capa colorada, una linda, aunque malhadada capa colorada, que hice venir de Francia, igual á las que usan los oficiales de caballería de los cuerpos argelins indígenas.
Yo tengo cierta inclinación á lo pintoresco, y durante mucho tiempo, no he podido substraerme á la tentación de satisfacerla.
Y tengo la pasión de las capas, que me parece inocente, sea dicho de paso.
En el Paraguay usaba capa blanca siempre.
Hasta dormía con ella.
Mi capa era mi mujer.
Pero qué caro cuestan á veces las pasiones inocentes.