Y esto diciendo, Miguelito cayó en una especie de sopor, del que volvió luego.
—¿Y?...—le dije.
—Al día siguiente—prosiguió,,—me desperté en el cuerpo de la guardia de la partida. No podía ver bienporque la sangre cuajada me tapaba los ojos. Quise levantarme, no pude.
Me limpié la cara, poco á poco fué viendo luz e habían puesto en el cepo del pescuezo y de los pies.
Ya sabe como son los la partida de policía, mi Coronel, los más pícaros de todos los pícaros, y los más malos.
Todo ese día no vi á nadie, ni oí más que ruido de gente que entraba y salía. Estarían tomando declaraciones.
A la noche entró una partida y me tiró una tumba de carne. No tuve alientos para comerla. Me estaba yendo en sangre.
Como tenía las manos libres, me rompí la camisa, hice unas tiras y medio me até las heridas, que eran en la cabeza y en la caja del cuerpo. Estaba cerca de un rincón y alcancé á sacar unas telas de araña. ¡ Quién sabe de no cómo me va!
Pasé una noche malísima; cuando no me despertaban los dolores, me despertaban los ratones ó los murciélagos. ¡Qué haber de bichos, mi Coronel! Los ratones me comían las botas y los murciélagos me chupaban los cuajarones de sangre.
Al otro día, reciencito, me sacaron del cepo, y me llevaron entre dos adonde estaba el Juez.
Me preguntaron que cómo me llamaba, que cuántos años tenía, y otras cosas más.
Me preguntaron que de dónde venía la noche que me prendieron, y por no comprometer á la Dolores eché