una mentira. Dije que de casa de mi madre. Fué para perjuicio.
Se me olvidaba decirle que el Juez no era el que yo conocía, el que visitaba á mi madre, causante de tantos males en mi casa, sino otro sujetc del Morro.
Ese día no me preguntaron más. Al otro me tomaron otras declaraciones, y al otro, otras, y así me tuvieron una porción de tiempo, incomunicado, dándome á medio día una tumba de carne y un guámparo de agua.
Yo estaba medio loco, nada sabía de mi madre, ni de mi padre, ni de mi mujer, ni de la Dolores. Creía que no se acordaban de mí y me daban ganas de ahorcarme con la faja.
Por fin una noche escuché una conversación del centinela con no sé quién, y supe que yo había muerto al Juez. Así decían. Y decían también que si no me fusilaban, me destinarían. Yo no entendía nada de aquel barullo.
Un día, el soldado de la partida que me daba de comer y beber, me hizo una seña, como diciéndome : tengo algo que decirle.
Le contesté con la cabeza, como diciendo: ya entiendo.
Más tarde entró y me dijo: manda decir la hija de don... que si necesita dinero que le avise.
Temiendo que fuera alguna jugada que me quisieran hacer, contesté: déle las gracias, amigo.
Y cuando el policiano se iba á ir, le dije: me hace un favor, paisano; ¿me dice por qué estoy preso?
—Eso lo sabrá usted mejor que yo.
—¿Sabe usted si está en su casa mi padre, Miguel Corro?
—Sí, está.
—Y mi madre?