Yo suspiraba; nada más se me ocurría. ¡ El hombre se pone tan bruto cuando ve que ha hecho mal!
Una caldera llenita me tomé de mate toda la mazamorra, que estaba muy rica. Mi madre pisaba el maíz como pocas y lo hacía lindo.
Me curó después las heridas con unos remedios que traía; eran yuyos del cerro.
Después, de un atadito sacó una camisa limpia y unos calzoncillos y me mudé.
Me armó cigarros como para toda la noche, nos sentamos en frente uno de otro, nos quedamos mirándonos un largo rato, y cuando estaba para irse, se presentó el que le llevaba la pluma al Juez con unos papeles bajo el brazo dos de la partida.
Le mandaron á mi madre que saliera y tuvo que irse.
El Juez me leyó todas mis declaraciones y una porción de otras cosas, que no entendí bien. Por fin me preguntó que si confesaba que yo era el que había muerto al otro Juez.
Me quedé suspenso, podían descubrir á mi padre y yo quería salvarlo.
¿Para qué es un hijo, mi Coronel, no le parece?
—Tienes razón—le contesté.
El prosiguió:
—No se muere más que una vez, y alguna vez ha de suceder eso.
El escribano me volvió preguntar que qué decía.
Le contesté, que yo era el que había muerto al otro.
—¿Por qué?—me dijo.
Me volví á quedar sin saber qué contestar.
El escribano me dió tiempo.
Pensando un momento se me ocurrió decir, que porque en unas carreras, siendo él rayero, sentenció en contra mía y me hizo perder la carrera del gateado