veía muy contenta creyendo que me iban á largar, desde que nada se descubría, y no la quería afligir.
Pero como nunca falta quien dé una mala noticia, al fin lo supo.
Se vino zumbando á preguntármelo.
¡En qué apuros me vi, mi Coronel, con aquella mujer tan buena que me quería tanto!
Cuando le confié la verdad, lloró como una Magdalena.
Sus ojos parecían un arroyo, estuvieron lagrimando horitas enteras.
De pregunta en pregunta me sacó que yo había confesado ser el asesino del Juez, por salvar al viejo.
Y hubiera visto, mi Coronel, una mujer que no se enoja nunca, enojarse, no conmigo, porque á cada momento me abrazaba y me besaba diciéndome mi hijito, sino con mi padre.
—El, él no más tiene la culpa de todo, decía, y yo no he de consentir que te maten por él; todito lo voy á descubrir.
Y de pronto se secó los ojos, cesó de llorar, se levantó y se quiso ir.
—¿Adónde va, mamita ?—le dije.
—A salvar á mi hijo—me contestó.
Iba á salir, le agarré de las polleras, y á la fuerza se quedó.
Le rogué muchísimo que no hiciera nada, que tuviera confianza en la Virgen del Rosario, de la que era tan devota, que todavía podía hacer algo y salvarme.
Usted sabe, mi Coronel, lo que es la suerte del hom bre. Cuando más alegre anda, lo refriegan, y cuando más afligido está, Dios lo salva.
Yo he tenido siempre mucha confianza en Dios.