veniente, la actitud más imponente, exactamente como si se tratara de una batalla en la que debiera batirme curpo á cuerpo.
En cuanto el can diabólico me divisaba, me conocía; estiraba la cola, se apoyaba en las cuatro patas dobladas, quedando en posición de asalto, contraía las quijadas y mostraba dos filas de blancos y agudos dientes.
Eso sólo bastaba para que yo embolsase mi violin.
Avergonzado de mí mismo, pero diciéndome interiorInente :—«El miedo es natural en el prudente,—cambiaba de rumbo, rehuyendo al peligro.
Un día me amonesté antes de salir, me proclamé, me palpé á ver si temblaba.
Estaba entero, me sentí hombre de empresas, y me dije: pasaré.
Salgo, marcho, avanzo y llego á Rubicón.
¡Miserable! temblé, vacilé, luché, quise hacer de tripas corazón pero fué en vano.
Yo no era hombre, ni soy ahora, capaz de batirme con perros.
Juro que los detesto, si no son mansos, inofensivos como ovejas, aunque sean falderos, cuscos ó pelados.
Mi adversario, no sólo me reconoció, sino que en la cara me conoció que tenía miedo de él.
Maquinalmente bajé la escopeta que llevaba al hombro.
Sea la sospecha de un tiro, sea lo que fuese, el perro hizo una evolución, tomó distancia se plantó, como diciendo: descarga tu arma y después veremos.
¿Habría hecho el perro lo mismo con cualquier otro caminante?
Probablemente no.
Era manso, yo lo averigué después.
Pero es que yo no le había caído en gracia, y que