Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo I (1909).djvu/316

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—¡Coronel Mansilla! ¡ Coronel Mansilla !—volvieron á decir.

Reinaba una profunda obscuridad en el desmantelado rancho donde me había hospedado; mis oficiales roncaban, como hombres sin penas; un ruido tumultuoso, sordo, llegaba confusamente hasta la nocturna morada. Me senté en la cama y paré la oreja, á ver si volvían á llamar, fijando la vista en un resquicio de la puerta, que era un cuero de vaca colgado.

— Coronel Mansilla!—volvieron á decir.

Al fulgor de la luz estelar, columbré una cabeza negra, motosa, y entre dos fajas rojas resaltando como lustrosas cuentas negras sobre el turgente seno de una hermosa, dos filas de ebúrneos dientes.

Era el negro del acordeón.

Para serenatas estaba yo.

Me hizo el efecto de Mefistófeles.

—¡Vade retro, Satanás!—le grité.

No entendió. Ya lo creo. ¡ Latín puro á esas horas y al lado del toldo de Mariano Rosas!

—Mi Coronel Mansilla, fué su contestación.

—Vete al diablo, repliqué.

—Me manda el General Mariano.

¿Y qué quiere ?

—Manda decir, que ¿cómo le ha ido á su merced (textual), de viaje; que si no ha perdido algunos caballos; que cómo ha pasado la noche; que si ha dormido bien ?

Me pareció una burla.

Me quedé perplejo un instante, y luego contesté.

—Dile que de viaje me ha ido bien; que caballos, Wenchenao me ha robado dos, que es un pícaro: que para saber cómo he pasado la noche y cómo he dormido, es menester que me dejen descansar y que amanezca.

Y esto diciendo, me coloqué horizontalmente hacien-