do una línea mixta con el cuerpo de manera que el hueso del cuadril y los hombros coincidieran con los hoyos de mi escabroso lecho.
La cara desapareció.
Hacía frío, helaba en los primeros días de abril, tenía pocas cobijas, no era fácil conciliar el sueño bajo tales auspicios; tanteando en las tinieblas cogí la punta de algo que debía ser jerga ó poncho, tiré y como quien pesca un cetáceo de arrobas, que se agarra en el fondo fangoso, despojé á un prójimo de una de sus pilchas.
Me la eché encima, me envolví, me acurruqué bien, me tapé hasta las narices y comencé á resollar fuerte, haciendo de mis labios una especie de válvula para que saliera el aliento condensado y crecieran los grados de la temperatura que circundaba mi transida humanidad.
Me estaba por dormir. Hay ideas que parecen una cristalización. Así no más no se evaporan. Veía como envuelta en una bruma rojiza la visión de la gloria.
El espíritu maligno se cernía sobre ella.
Yo era emperador de los Ranqueles.
Hacía mi entrada triunfal en Salinas Grandes. Las tribus de Calfucurá me aclamaban. Mi nombre llenaba el desierto preconizado por las cien lenguas de la fama. Me habían erigido un gran arco triunfal.
Representaba un coloso como el de Rodas. Tenía un pie en la soberbia cordillera de los Andes, otro en las márgenes del Plata. Con una mano empuñaba una pluma deforme de ganso, cuyas aristas brillaban como mostacilla de oro, chispeando de su punta letras de fuego, que era necesario leer con la rapidez del relámpago para alcanzar á descifrar que decían: mane, thesel, phares. Con la otra blandía una espada de inconmensurable largor, cuya hoja de bruñido acero res-