Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo I (1909).djvu/318

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— — 314 plandecía como un meteoro, centelleando en ella diamantinas letras que era menester leer con la rapidez del pensamiento para adivinar que decían: In hoc signo vincis.

Por debajo de aquel monumento de egipcia estructura y proporciones, capaz de provocar la envidia sangrienta, la venganza corsa y el odio eterno de un Faraón, desfilaba como rayo, tirada por veinte yuntas de yeguas chúcaras, una carreta tucumana, cubierta de penachos, de crines caballares de varios colores y en cuyo lecho se alzaba un dosel de pieles de carnero.

En él iba sentado un mancebo de rostro pintado con carmín. ¡ Era yo! Manejaba la ecuestre recua con un látigo de cháguara que no tenía fin, al grito infernal de: ¡pape satán! ¡pape satán alepe! Mi traje consistía en un cuero de jaguar; los brazos del animal formaban las mangas, las piernas, los calzones, lo demás cubría el cuerpo y, por fin, la cabeza con sus colmillos agudos adornaba y cubría mi frente á manera de antiguo capacete.

La cola no sé qué se había hecho. Un ser extraño, invisible para todos, menos para mí, quería ponerme una de paja. Yo le miraba como diciéndole, basta de atavíos, y él vacilaba y me seguía sin saber qué hacer.

Una escolta formada en zigzag, me precedía, cubriéndome la retaguardia. Indígenas de todas las castas australes se veían allí,—ranqueles, puelches, pehuenches, picunches, patagones y araucanos. Los unos iban en potros bravos, los otros en mansos caballos, éstos en guanacos, aquéllos en avestruces, muchos á pie, varios montados en cañas, infinitos en alados cóndores.

Sus armas eran lanzas y bolas; sus trajes mixtos, á lo gaucho, á la francesa, á la inglesa, á lo Adán los más. Cantaban un himno marcial al son de unas flau-