Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo I (1909).djvu/333

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suspendido en el aire, dando vueltas á la manera de una rueda que gira sobre un eje, aunque me parecía que la cabeza siempre quedaba para abajo, gravitando más que todo el resto de mi humanidad. Horribles ansias, nauseabundas arcadas, bascas agrias como vinagre, una desazón é inquietud imponderables me devoraban.

Pasó el mareo.

Los yapaí siguieron para reforzar la tranca, como decía cierto espiritual amigo sectario de Baco, cuando entraba al Club del Progreso, picado ya, y le pedía al mozo una copa de coñac.

Hay situaciones que son como un incendio en alta mar; todas las probabilidades están en contra. Yo me hallaba en una de ellas.

Para remate de fiestas, Mariano quería loncotear con migo, ¡loncotear á las tres de la mañana! ¡Era nada lo del ojo y lo llevaba en la mano! Me defendí como pude. El indio no estaba para bromas. Viendo que loncotear era imposible, le dió por agarrarme de los hombros con entrambas manos sacudiéndome con sus fuerzas atléticas unas veces, empujándome para atrás otras. ¡ Hermano! ¡ hermano! me decía con estridente voz, mimbreándose como una vara. Yo le contenía le rechazaba con moderación. Un movimiento brusco mío podía hacerle dar un traspiés. Y si se caía de narices, quién sabe si sus comensales no me hacían á mí lo que los arrieros á don Quijote.

Bien considerado el caso, era peliagudo. Una de las veces que esforzándome en contenerlo tropezó, por poco no cae despatarrado, despachurrándose.

Abrazóse de mí con sus membrudos brazos. Temí algo. Le busqué el puñal, lo hallé, lo empuñé vigorosamente para que no pudiese hacer uso de él, y así permanecimos un rato, él pugnando por sacarme campo