el General Mariano lo castiga, haciéndole trabajar en las obras públicas.
Solté una carcajada amplia é ingenua.
— Las obras públicas?
—Sí, mi amo.
—¿Y qué obras públicas son esas?
Ahhhhh! los corrales del General.
En este momento entró, refregándose los ojos, el padre Marcos, atraído por la lumbre de nuestro hermoso fogón, buscando agua caliente para tomar un jarro de te.
Sentose en la rueda el buen franciscano y siguió la charla, sazonándola el negro con algunas agudezas, y rogándome de vez en cuando que le dejara tocar su acordeón.
—No, no, le decía yo, prefiero oir un cuerno á tu acordeón.
Su aire favorito era el muy popular de arrincónemela (1), y esta tocata, recordándome á Buenos Aires, me entristecía.
Suplicaba.
Decididamente, el acordeón era para él una necesidad como el violín para Paganini, el piano, para Gottschalk.
Yo me negaba inflexiblemente.
Y no sólo me negaba á que luciera su habilidad, sino que le amenazaba con hacerle perder la gracia de Mariano Rosas, si no tenía juicio, mandándole á éste á mi regreso al Río 4.º, un organito de resorte.
Entonces le decía, ya no serás un hombre necesario aquí.
(1) La había sacado de oído oyéndosela tocar en la guitarra á un desertor.