Salió el sol; tenía necesidad de refrescar mi cuerpo. Recuerda, Santiago amigo, que no he dormido i me he lavado, desde que estábamos en Calcumuleu.
Pregunté si no había por allí cerca donde bañarse.
Me dijeron que sí, que á veinte cuadras de distancia había un gran jagüel, con piso de tosca, donde se bañaban de madrugada las chinas de Mariano y él mismo.
Le pedí á un cristiano que me lo enseñara.
Llamé á un asistente, hice traer un caballo, abandoné el fogón, salté en pelo y de una sentada estuve en el baño.
Hacía un frío glacial. Manuel Gazcón, que es un pato, un hidrópata por estudio y por convicción, se habría deleitado allí.
Las abluciones despejaron mis sentidos y retemplaron mi cuerpo, borrando hasta los rastros de la mala noche. Me sentí otro hombre.
Hice que mi asistente se bañara, y mientras él tiritaba de frío, dando diente con diente, por la falta de costumbre de zambullirse en el agua con el alba, yo me paseaba á largos trancos por la blanda arena, provocando la reacción. Se produjo, monté á caballo y tomé el camino de los toldos.
De regreso vi mucha gente, y una gran polvareda cerca de la orilla del monte. Corrían dentro de un corral. Cambié de dirección y fuí á ver qué hacían.
Habían enlazado una vaca gorda y se disponían á carnearla.
Mariano Rosas estaba allí, fresco como una lechuga. Se había bañado primero que yo. Nadie que no estuviera en el secreto habría sospechado la noche que había pasado. Los estragos hechos en su cuerpo por el aguardiente se descubrían, sin embargo, en la