Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo I (1909).djvu/348

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jas cada una que remataban en una cinta pampa, y, para ajustarlas y alisarlas mejor, las humedecían con saliva, se pintaban unas á las otras con carmín en polvo, los labios y los pómulos, se sombreaban los párpados y se ponían lunarcitos negros con el barro consabido; se ponían zarcillos, brazaletes, collares, se ceñían el cuerpo bien con una ancha faja de vivos colores, y por último, se miraban en espejitos redondos de plomo de dos tapas, de unos que todo el mundo habrá visto en nuestros almacenes.

Yo veía todos estos preparativos, echando miradas furtivas al interior del toldo.

El negro del acordeón se presentó con su instrumento en mano. Estaban identificados por lo visto, no podían separarse; sin negro no había acordeón, sin acordeón no había negro.

Preludió un airecito y entonó unas coplas de su invención.

También era poeta, ya lo previne, aunque haciendo constar que sus baladas no recordaban las de Tirteo.

«Señor don Mariano Rosas La familia ya lo espera.> Cantó el maestro de ceremonías de Leubucó, fiel judío de la política, resuelto á esperar allí hasta la consumación de sus días la venida del Mesías—el regreso del Restaurador.

Mariano le miró con esa cara benévola, con esa sonrisa afectuosa con que los hombres ensoberbecidos por el poder miran á sus palaciegos y aduladores.

El negro que conocía su posición, hizo algunas piruetas y danzó.

Parecía un sátiro.

Tenía la mota parada como cuernos, los ojos salta-