dos enrojecidos por el alcohol, unas narices anchas y chatas llenas de excrecencias, unos labios gordos y rosados como salchichas crudas.
Se le hizo bueno su partido y siguió tocando su acordeón, mirándome picarescamente, como quien dice:
ahora te tengo.
La buena crianza no permitía manifestarme disgustado de las gracias coreográficas, ni de la habilidad musical de aquel valido predilecto y mimado del dueño de casa.
Al contrario, como Mariano Rosas me mirara, de cuando en cuando sonriéndose, tenía que sonreirme.
Los circunstantes festejaban las bufonadas del negro.
Estaba radiante de júbilo; se sentaba al lado del cacique: le palmeaba, le abrazaba y mirándole con admiración, exclamaba ¡ ah! ¡ toro lindo! ¡ Este es mi padre! ¡ Yo doy por él la vida! ¿No es verdad, mi amo?
Mariano hacía un movimiento de aprobación con la cabeza y en voz baja me decía: es muy fiel.
¡Miserable condición humana!
El hombre es el mismo en todas partes, se inclina á los que lisonjean su necio orgullo, su amor propio, su vanidad; huye y se aleja de los que se estiman lo bastante para no envilecerse con la mentira.
No en balde Dante ha colocado á los aduladores en el Malebolge—la fosa maldita,—hundidos hasta las narices en pestíferas letrinas.
Llegaron más visitas.
Todas fueron recibidas por Mariano con estudiada cortesía, observando estrictamente el ceremonial.
Y sabemos que consiste en una serie monótona de preguntas y respuestas.
Para todo el mundo había asiento.