Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo I (1909).djvu/365

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Mariano estaba sentado con unos cuantos idios medio achumado con ellos.

Me ofrecieron asiento, lo acepté.

Bebían aguardiente.

Me hicieron un yapai, acepté.

Me hicieron otro, acepté.

Me hicieron otro, acepté.

Felizmente para mis entrañas, la copa en que echaban el aguardiente era un cuerno muy pequeñito, y la botella de aguardiente estaba ya por acabarse en los momentos que llegué.

Mariano se había quedado meditabundo con la vista fija en el suelo.

Los otros indios se iban durmiendo.

Yo me engolfaba no sé en qué pensamientos, cuando un hombre de mi séquito se presentó, manteniendo el equilibrio con dificultad y teniendo un cuchillo en una mano y una botella de aguardiente en la otra.

Al verle, la cólera paralizó la circulación de mi sangre.

—¡Retírate, Rufino!—le grité.

No me obedeció y siguió avanzando.

— Retírate!—volví gritarle con más fuerza.

No me obedeció tampoco y siguió avanzando, y ofreciéndole la botella á Mariano Rosas, le dijo:

—Tome, mi General.

Mariano la tomó.

Se la quité. Aquel momento era decisivo para mí.

Si me dejaba faltar al respeto por uno de mis mismos soldados era hombre perdido.

Y quitándosela, eché mano al puñal y gritándole al gaucho, ¡retirate! con más fuerza que antes, me abalancé sobre él, saltando por sobre varios indios.

Rufino obedeció entonces y huyó. Volví sobre mis pasos y me senté agitadísimo; la bilis me ahogaba.