Volvió á guardar silencio.
—El honor consiste en cumplir uno siempre su palabra, aunque le cueste la vida. ¿Me entiendes ahora?
—Sí, Coronel.
—Bien, vas á ser mi asistente, vas á cuidar mis caballos vas á ser mi hombre de confianza, y ahora nismo te voy á hacer poner en libertad.
El gaucho no contestó una palabra.
—Te animas á servirme bien? Yo no puedo darte la baja. Tienes que ser soldado; te ayudaré en tus necesidades. Qué te parece? ¿Te animas?
—Sí, mi Coronel.
Sólo entonces el gaucho me dijo al contestarme: mi Coronel.
Di las órdenes en el cuerpo, y al rato andaba Rufino por Villanueva, como uno de tantos militares.
Vinieron á avisarme que se había desertado, y expliqué lo que había.
Me aseguraron que se iría, y contesté que lo dudaba.
Yo decía para inis adentros:
—Si el bandido se va, porque tiene la libertad de hacerlo, se irá solo, no llevará otros consigo.
Yo vivía en la casa de Belzor Moyano.
Allí vivía él.
Todo el mundo estaba asombrado, tal era el terror que Rufino Pereira inspiraba.
Una mañana estaba él en el zaguán, mientras yo hablaba en la puerta de la calle con un sargento de la partida de Policía.
Entré con el sargento á mi cuarto, que tenía puerta al zaguán, y detrás de mí, sin que yo lo viera, entró Rufino.
Cuando me apercibí de su presencia, estaba sentado en una silla.