A la hora consabida, sentí que abrían la puerta de mi cuarto; fingí que roncaba. Rufino entró, llegó hasta mi cama, caminando despacito, porque el cuarto estaba completamente á obscuras.
—Mi Coronel—me dijo.—No contesté. Volvió á llamarme. Hice lo mismo. Me llamó por tercera vez. Permanecí mudo. Me tocó y me movió. Sólo entonces, contestando como quien despierta de un sueño profundo:
—¿Quién es ?—pregunté.
—Yo soy.
—Busca los fósforos que están ahí, en la silla, al lado de la cabecera, y prende la vela.
Rufino obedeció, y tanteando encontró los fósforos, sacó fuego y se hizo la luz.
Sin incorporarme siquiera metí la mano bajo la cabecera, saqué el rollo de bolivianos y la carta, y dándoselos, le dije:
—¿Sabes dónde queda el arroyo de Cabral?
—Sí, mi Coronel.
Has ensillado el zaino?
—¿ —Sí, mi Coronel.
—Llévale eso al Comandante Racedo, y á las doce estás de vuelta. Son diez leguas. No tienes por qué apurarte. No me vayas á sobar el pingo.
No contestó. Se cuadró militarmente, hizo la venia, dió media vuelta y salió.
Apagué la luz y me quedé dormido. Me había acostado muy tarde. Esa noche había estado en un baile.
Dormía profundamente, sentí pisadas cerca de mi cama, me desperté, abrí los ojos, miré—Rufino Pereira estaba ahí, de vuelta, alargándome la mano con una carta.
La tomé, rompí la nema y leí.
Racedo me decía: «Entregó todo á las nueve y media y regresa. »