Página:Una traducción del Quijote (1).djvu/15

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de 1834 abria á D. Fernando las puertas de España. Su primo puso á su disposición una alquería que poseia cerca de Valladolid, y el tio de su mujer señaló á ésta una pensión vitalicia de mil cuatrocientos francos anuales.

Don Fernando aceptó esta proposición, que era una especie de limosna. Su espíritu estaba abatido; los disgustos, y tal vez los remordimientos, habian anticipado en él la vejez. Perdida la fuerza moral, le halagó la idea de la vida solitaria en que iba á aislarse del mundo y en la cual podria entregarse de lleno á la única dicha que le quedaba.

Consistía esta en vivir al lado de su hijo, habido en el segundo año de su matrimonio, educado en una pensión de Paris, y que á la sazón contaba catorce años de edad. Su pariente y el de su mujer propusieron á D. Fernando costear la educación del niño; pero él, con irreflexivo y paternal egoísmo, no consintió. Harto comprendía que obraba mal; mas no tuvo la abnegación suficiente para privarse del único consuelo y de la postrera felicidad de su existencia, en la monótona, triste y solitaria que iba á comenzar para él. Se asió á su hijo como el náufrago á la tabla de salvación, y en esta conducta merece tal vez alguna disculpa, porque... porque el pobre caballero, no sólo habia perdido su fortuna, sino también su felicidad conyugal.

Miguel, el hijo de D. Fernando, era un niño hermoso, inteligente, perfectamente educado y de carácter algo melancólico: las desgracias de su familia pesaban sobre él, y el interior de su casa no era el más á propósito para inspirarle ideas halagüeñas. Entre su padre y su madre mediaba cierta frialdad, cierto retraimiento notorio: en aquel hogar, silencioso como una tumba, no se encendía jamás el fuego del cariño. Su madre leia ó hacia labor: su padre paseaba por el campo. El niño, á veces sorprendía á ambos cónyuges en ese estado de agitación en que termina una reyerta, y oia frases aisladas cuyo sentido comprendía vagamente.

Los juegos, las risas, los dulces llantos, las alegrías repentinas, la graciosa hilaridad de la infancia, todo le fué casi desconocido. Regla general: hogar triste, niño triste, con toda la tristeza que pueden tener los niños. De estas raras combinaciones de los destinos infantiles, nacen generalmente los caracteres apasionados: Werter nunca vio sonreír á su padre.

En el corazón de Miguel sucedió lo que en casi todos los que