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PARTE SEGUNDA.

I.


Una noche, terminada la representación de la ópera, el vestíbulo del Teatro Imperial de San Petersburgo estaba lleno de gente que esperaba sus carruajes.

Algunos rezagados iban saliendo del interior, y se confundian con los que ya estaban aguardando.

Estos últimos momentos de despedida no son los menos agradables. El vestíbulo de un teatro es una especie de sucursal, donde, en los primeros instántes, se cotizan valores y se realizan operaciones hasta entónces indecisas.

Las últimas miradas dicen quizá la última palabra y expresan el último pensamiento.

Los aficionados observan á las mujeres nuevas ó desconocidas, porque notoria es la diferencia que media entre la mujer sentada en su palco, en la lejanía, y la mujer cuyos ojos se ven de cerca, cuya mano ó pié pueden estudiarse: haciendo, por estos y otros signos, la deducción de su carácter.

El vestíbulo se iba desocupando poco á poco; no obstante, aún quedaban algunos corros, especialmente de hombres, porque aún no habian acabado de salir los más cómodos ó menos presurosos.

Casi al mismo tiempo cesaron, durante un instante, todas las conversaciones, y todas las miradas se fijaron en la puerta interior del teatro. Acababa de presentarse una linda jóven envuelta en un abrigo de cachimir y en medio de dos caballeros, en el brazo de uno de los cuales se apoyaba. Era éste casi anciano, mientras que al otro difícilmente podría clasificársele de jóven; pues se hallaba en esa edad crepuscular conocida con el nombre de pollería.

— ¿Quién es ese trio? —preguntó un caballero, bajo, moreno, rechoncho, y que, no obstante estas cualidades físicas-, era ingles,