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enterada por él del resultado de su misiva, esperó al dia siguiente con esa profunda inquietud que sólo pueden comprender las almas enamoradas.


III.

¿Qué pasaba entre tanto en el corazon de Miguel?

El pobre jóven hallábase en un estado próximo al idiotismo. Hacía un buen rato que habia recibido el recado del Príncipe de Lucko, y aún permanecía sumido en un estupor visionario, en el que creia oir todavía la voz del Mayordomo, pero muy lejana, como si saliese del fondo de una caverna.

«¿Soy yo quien ha recibido ese recado?» —Se preguntaba mentalmente.— «¿Es á mi á quien avisa la Princesa? ¿Puedo yo ir á su casa, verla de cerca, hablar con ella?» — Y cuando la verdad, sobreponiéndose á sus elucubraciones, le contestaba afirmativamente, sonreía de un modo extraño; porque un pensamiento, plácidamente lógico, hacíale comprender la realidad tan claramente, como si no se tratase de él y sí de otra persona cualquiera.

«La Princesa ha comprendido mi amor, acaso lo comprendió desde el primer dia en que mis ojos la miraron en el Retiro, y presintiendo que no puedo vivir sin ella, y que moriré por ella, quiere dar un consuelo á mi corazon. Esto es natural, —pensaba Miguel,— natural y lógico, en el noble carácter de la Princesa: me llama, con un pretexto; acaso conoce el motivo de mi duelo, sabe que he estado herido por causa suya, y me da la dulce compensación de verla todos los dias. Pero ¡Dios mio! esto es más de lo que yo podía esperar, va á ser tan grande esta dicha que no podré soportarla.»

Y el pobre jóven , como ya hemos dicho, sonreía.

Pero su semblante volvía á tomar su habitual expresión de melancolía, como si una idea triste desvaneciese sus plácidos pensamientos. entónces paseaba por la habitación á grandes pasos, murmurando esta palabra:

¡Imposible!

Luego abrió una gabeta, sacó de ella una caja de madera llena de papeles y de entre estos una carta envuelta en un sobre roto.

Leyó la carta muy lentamente, y al terminar, las lágrimas corrian por sus megillas.