Página:Una traducción del Quijote (2).djvu/6

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De todos modos —continuaba pensando Miguel— yo tengo fuerza de voluntad. Por mi parte no hay cuidado, no traspondré el límite que me he fijado yo mismo, y si llegan á la Princesa las chispas del fuego de mi corazon, entónces... ¡Oh! entónces huiré, y con mi muerte terminará todo.

Una idea prosáicamente vulgar, le hizo volver á las realidades de la vida. Sintiendo que la nieve humedecía su rostro, miró al piso y pensó en que su calzado podia ensuciarse, ántes de llegar á la morada del Príncipe.

Se dirigió, pues, á ésta apresuradamente; pero como aún faltase una hora para la señalada por aquél, se detuvo á corta distancia, y entrando en un café que allí habia, se sentó en una mesa, frente á un reló.

Allí oyó dar las doce y media.

Su cita era á la una, y durante aquella larga y mortal media hora, es indecible el estado de violenta agitación del pobre jóven.

Pidió un periódico, mas no pudo leer.

Miraba al reló, oia el ruido compasado de la péndola, y también los latidos de su corazon.

¡Cosa rara! hubiera querido detener la manecilla que variaba lentamente de sitio en el horario, y con ella la marcha del tiempo.

Porque Miguel no sólo estaba impaciente como un amante que espera ver al objeto de su amor, sino también agitado como el criminal que va á perpetrar un delito.

Por fin sonó la hora.

A la primera campanada del reló, el jóven se estremeció, poniéndose en pié como á impulsos de una chispa eléctrica.

Luego salió del café, y trasponiendo en pocos instántes la distancia que mediaba hasta el palacio del Príncipe de Lucko, presentó su tarjeta al portero de la verja del parque.

Este la trasmitió al del palacio, y momentos después Miguel se hallaba en presencia del Príncipe, que le examinó un tanto sorprendido de su juventud y de la extraña expresión de su semblante.

El Príncipe estaba sentado cuando entró Miguel, y continuó del mismo modo. Luego contestando con una ligera inclinación de cabeza al saludo de éste, dijo, sin ofrecerle asiento:

— ¿Ya sabéis el objeto con que os he mandado venir?

— Sin duda, —contestó Miguel,— y he creído un deber de cortesía