solución posible, en la excepcional situación en que todos se hallaban colocados.
Consideraba el deber de Miguel de obedecer el consejo de su padre, su noble y altivo carácter, y el peligroso estado de su hija, y de todos modos preveia un fatal desenlace. No obstante, el recelo paternal se sobrepuso á las demás consideraciones, en el ánimo del Príncipe, que después de algunos momentos de vacilación, dijo :
— Cuanto acabo de saber, es grave, amigo mio. Sin embargo, el mal puede aún tener remedio. Miguel le interrogó con una mirada.
— En primer lugar —continuó el Príncipe— mi hija es buena y de noble y delicado carácter, y nunca ni en situación alguna justificaria la previsión del mandato de vuestro padre...
— Lo creo, señor —interrumpió Miguel,— pero esta convicción no me exime de mis deberes.
— Además —repuso el Príncipe— hay otros medios. Si queréis conservar vuestra independencia, ¿no podría yo... ántes de vuestro enlace?...
— Señor —volvió á interrumpir el jóven que adivinó la idea del Príncipe;— los únicos medios son mi ausencia, y después mi muerte.
E hizo ademan de tomar el sombrero.
— Esperad, amigo mio, —exclamó el Príncipe sobresaltado;— si no lo hubiérais tan notoriamente probado, dudaria de vuestro amor por mi hija.
— ¡Ah, señor! ¿Qué no la amo? cuando voy á morir por ella.
— Si, mas pudiera suceder que ella muriese por vos.
— ¿Qué decis?
— Es inmutable vuestra resolución?...
— Tiene que serlo.
— Pues bien, busquemos el medio de atenuar el rudo golpe que va á sufrir María.
— Hablad, por ella me siento capaz de todo.
El Príncipe reflexionó algunos instántes; tal vez concibió una idea de esperanza.
— ¿Prometeis obedecerme —dijo— aún cuando para ello tengais que violentaros?
— En todo.