— No, —dijo el Príncipe,— por más que os sorprenda mi resolución, estoy resuelto á llevarla á efecto. Mi hija es ántes que todo.
— No es eso, señor, —observó Miguel con tristeza.— No me habeis comprendido; vuestra decisión no me sorprende, tal vez la esperaba, como tendré ocasión de demostraros; pero aun cuando tan gran felicidad realizaria todos mis ensueños y la única é infinita aspiración de mi alma, yo no puedo unirme á la Princesa.
— ¿Por qué causa, caballero? —preguntó el Príncipe cada vez más asombrado.— ¿No habeis dicho que sois libre y enteramente dueño de nuestras acciones?
— Señor, —contestó Miguel con un acento que revelaba la profunda emoción de que se hallaba poseido,— escuchadme algunos instántes y comprendereis la horrible fatalidad que pesa sobre mí.
— Decid, pues.
Miguel entónces hizo un relato al Príncipe, de la historia de su familia, desde el punto en que su padre, D. Fernando Laso de Castilla, pobre y expatriado, se casó en Orleans con la hija del rico banquero; hasta que él quedó huérfano y sólo en el mundo.
«Mi padre, —dijo Miguel al referir la enfermedad de aquel,— se hallaba ya desahuciado del médico y en los últimos dias de su vida. Una tarde me llamó á su cabecera, y mirándome con dolorosa ternura, me dijo estas palabras, que desde entónces se han quedado profundamente grabadas en mi memoria: hijo mio, vas á quedar huérfano y desamparado de mi cariño. No olvides los principios de honradez que he procurado inculcar én tu corazon, y sobre todo prométeme cumplir mi última advertencia y mi postrera voluntad, que dejo escrita en poder de Damian, y que éste te entregará á su debido tiempo. He sido muy desgraciado, hijo mio, y por este medio espero evitarte una de las primeras causas que han motivado mi desdicha... La debilidad, —prosiguió Miguel enjugándose las lágrimas que asomaban á sus ojos,— ahogó la voz de mi padre, que sólo pudo continuar estrechando mis manos entre las suyas ardorosas. Yo, no obstante mis catorce anos, presentía el terrible golpe que iba á recibir, y lloraba como ahora... ¡Ah! señor qué cosa tan desconsoladora es la pérdida de un padre, qué dias aquellos de soledad y de amargura; en semejante trance parece como que se desprende del corazon la mejor parte de nosotros mismos.»
Miguel hizo una ligera pausa, y luego continuó diciendo: