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Y dió un salto hacia delante. Le pareció que la bata se desprendía de sus hombros y se cernía en el aire.

Dios mío cómo me he puesto!—gritó al otro lado del charco, con tono lastimero. No, no salte usted, mejor es que dé la vuelta. ¡Jesús, cuánto barro!

El catedrático la miraba, sonriendo vagamente, queriendo concretar una idea obscura que se insinuaba en su cerebro y sintiendo hundirse sus pies en la tierra húmeda. Al otro lado del charco, Varenka se sacudía, con un ligero ruido, la bata. Hipólito Sergueievich veía las medias "a—yadas, ceñidas a las finas piernas de la muchacha. Durante un momento pensó que el charco que los separaba era una a modo de advertencia para él y para ella; pero rechazó brutalmente dicha idea, llamándose imbécil, y se desvió del camino hacia los matorrales que lo bordeaban.

También por allí, para avanzar, tenía que pisar el agua, oculta por la hierba. Mojándose los pies, con una vaga decisión, llegó adonde estaba Varenka, que le mostró, haciendo una mueca de repugnancia, su bata manchada.

—¡Míreme usted! ¡Estoy buena!

El la miraba las grandes manchas, que resaltaban violentamente sobre la blancura de la tela.

—¡Estoy acostumbrado a verte tan pura, y me place tanto verte así, que una mancha en tu vestido proyecta una sombra negra sobre mi alma!

pronunció lentamente.