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Y calló, fijando los ojos en el rostro asombrado de Varenka y sonriendo confuso.

La mirada de la muchacha se clavó en él de una manera interrogativa. Invadieron su corazón olas de calor y de ternura, prestas a convertirse en palabras mágicas que no había él dicho nunca a nadie, por la sencilla razón de que no las conocía.

—¿Qué ha dicho usted?—preguntó con insistencia Varenka.

El tono severo de la pregunta le estremeció.

Esforzándose en conservar la calma, empezó a explicarle, con voz grave:

—Le he citado a usted versos... de un poeta extranjero, que, en ruso, parecen prosa; pero..bien se ve que son versos, ¿verdad?... Si no me engaño, son italianos... no recuerdo ya... O puede que no haya tales versos, y las palabras que le he dicho pertenezcan a alguna novela... Se me han venido de pronto a la cabeza.

— Cómo son? Recítemelos otra vez—preguntó ella pensativa.

—Estoy acostumbrado...

Se detuvo, frotándose la frente.

—Tiene gracia, se me ha olvidado lo que acabo de recitar. ¡Palabra de honor, se me ha olvidado!

¡Bueno, en marcha!

Y Varenka echó a andar con aire resuelto.

Durante algunos minutos Hipólito Sergueievich guardó silencio, esforzándose en explicarse aquella escena extraña; pero sólo logró llegar a la