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conclusión de que había cometido una gran torpeza con Varenka, que avanzaba a su lado muda, con la cabeza baja y sin mirarle.

Aquel mutismo le inquietaba; le parecía que Varenka pensaba en él y de un modo poco halagüeño. Sin dar con la explicación que buscaba, dijo de repente, haciendo gala de un buen humor que no sentía:

¡Si sus pretendientes de usted supieran que está usted aquí!

Ella le miró, como si sus palabras la hubiesen despertado de un profundo sueño; pero poco a poco la expresión grave de su rostro fué tornándose sencilla y dulce como la de un niño.

—Sí, se ofenderían... Sin embargo, lo han de saber, esté usted seguro. Y quizá piensen muy mal de mí.

—¿Y usted, tiene miedo?

—¿De esos señores?—preguntó Varenka con voz suave, mas llena de cólera.

—Perdone la estúpida pregunta.

—No estoy enfadada. Usted no me conoce...

Usted no sabe hasta qué punto me son antipáticos. A veces me dan ganas de tirarlos a mis pies y pisotearlos, tapándoles la boca para que no pudieran hablar. ¡Oh, qué horror de hombres!

En los ojos de la muchacha se pintaba en aquel momento tal cólera, que Hipólito Sergueievich, para no verla, volvió la cabeza.

—¡Es muy triste—dijo—que esté usted obligada a vivir entre gentes a quienes detesta. ¿Es