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mandé a Dunia, que se la lavó... Las heridas, naturalmente, no desaparecieron... Momentos después, le subieron a un carro y se lo llevaron. Al alejarse el carro, me saludaba y se sonreía...

¡Dios mío, lo que yo lloré y lo que recé para que pudiera escaparse!

—Espera usted, quizá—le interrumpió irónicemente Hipólito Sergueievich—, que se escape y venga... a casarse con usted?

Ella no debió de oir la última parte de la pregunta; pues respondió sencillamente:

—No vendrá... No tiene nada que hacer aquí...

—Sí; pero si viniese, se casaría usted con él?

—¿Con un "mujik"?... No sé... No creo...

El joven sabio montó en cólera.

—¿Quiere usted que le sea franco?—dijo—.

¡Tiene usted la cabeza llena de estúpidas novelerías!

Su voz era seca y severa. Varenka le miró con asombro y prestó atento oído a sus palabras duras, casi de regaño. Hipólito Sergueievich se esforzaba en demostrarle que aquella literatura que le gustaba tanto a ella corrompía el alma, desnaturalizaba la realidad, era completamente extraña a las ideas nobles, indiferente a la triste verdad, a las aspiraciones, a los sufrimientos de los hombres. Su voz sonaba ásperamente en el silencio nemoroso que los envolvía. De cuando en cuando oíase un leve roce en la maleza, como si alguien, escondido en ella, acechase. Por entre el follaje curioseaban las tinieblas fragantes. A