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—¿No? ¿Y por eso se enfada usted conmigo?—preguntó la muchacha con acento contrito.

—¡No, en modo alguno!

—¡Sí, sí! ¡Se enfada usted, lo sé! Yo también me enfado cuando los demás no comparten mis opiniones. ¿Por qué tiene usted tanto empeño en que yo piense como usted? A la verdad, tampoco yo puedo sufrir que no se piense como yo. ¿Por qué esta intransigencia? ¿Por qué los hombres disputan sin cesar y tienen un empeño tan decidido en convencerse unos a otros? Si todo el mundo estuviera de acuerdo, no habría de qué hablar.

Varenka se echó a reir, y concluyó:

—Se diría que se quiere suprimir todas las palabras y dejar sólo la palabra "sí". ¡Sería un encanto!

—Me pregunta usted por qué quiero que esté usted de acuerdo conmigo...

—No, ya no pregunto, comprendo: está usted habituado a enseñar, y no quiere que se le hagan objeciones.

—¡No es eso!—exclamó él con tristeza—. Lo que quiero es despertar en usted el espíritu crítico y que lo aplique usted a todo lo que suceda en torno suyo y en su alma.

—¿Para qué?—le preguntó ella, mirándole ingenuamente a los ojos.

—¿Para qué va a ser? Para que pueda usted juzgar sus actos, sus sentimientos, sus ideas..., para que tenga usted un concepto justo de la vida, de sí misma.