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ban sombras de encaje sobre la hierba segada. No lejos había una choza de ramas, medio derruída, en cuyo interior se veían un montón de heno y dos urracas. El joven sabio, al verlas, pensó que maldita la falta que hacían en aquel pequeño desierto circundado por la muralla oscura del bosque, silente y misterioso. Las aves miraban de reojo a los seres humanos que avanzaban por el camino, y no manifestaban ningún temor, como si estuvieran guardando la entrada de la choza en cumplimiento de su deber.

—¿Está usted cansada ?—preguntó Hipólito Sergueievich, mirando casi con cólera a las urracas, graves y severas en su inmovilidad.

— Yo? ¿Yo cansarme paseando? ¡Vamos!

Además, sólo nos queda que andar una versta..pronto entraremos en el bosque y nos dirigiremos por una cuesta al sitio convenido. Una pinada situada en un alto. Los pinos son enormes, sin ramas en los troncos, hasta su remate, que parece por su forma el de un paraguas. Reina un silencio absoluto. El suelo está alfombrado de hojas de pino y parece cuidadosamente barrido.

Cuando me paseo por allí, pienso siempre, no sé por qué, en Dios... En torno de su trono debe de reinar un silencio parecido... pues estoy segura de que los ángeles no cantan su gloria. No tiene necesidad de eso; sin eso, sabe que es grande.

Oyendo estas palabras, Hipólito Sergueievich pensó: "Si yo me valiese de la autoridad del dogma para influir en su alma"...