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Pero renunció al punto a tal idea; pues ponerla en práctica hubiera sido reconocer su debilidad ante la muchacha. Además, no hubiera sido honrado valerse de una cosa en la que no creía.

—¿Usted no cree... en Dios?—preguntó Varenka, como adivinando su pensamiento.

—¿Por qué lo supone usted?

—Porque, por regla general, los sabios son ateos:

—No todos!—dijo sonriendo el catedrático.

Maldita la gana que tenía de hablar con la muchacha sobre tal asunto; pero ella estaba decidida a seguir la conversación.

— ¿De veras? Si no todos, muchos lo son. ¿Quiere usted contarme algo de ellos? No comprendo cómo se puede no creer en Dios. ¡Explíquemelo usted!

El guardó silencio algunos segundos, despertando su espíritu, adormecido al arrullo de las palabras de la joven, y comenzó después a hablar del origen del mundo como él lo concebía.

—Fuerzas poderosas y desconocidas se agitan eternamente, y su movimiento produce el mundo que vemos, en el que la vida del pensamiento y la de cualquier hierbecilla están sometidas a las mismas leyes. Ese movimiento no ha tenido principio ni tendrá nunca fin...

Varenka le escuchaba con una atención sostenida, y de vez en cuando le rogaba que le explicase tal o cual cosa más detalladamente. El veía con gusto que la inteligencia de la muchacha tra-