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bajaba. ¡Al fin empezaba a pensar! Pero acabada la explicación, la joven preguntó ingenuamente, tras un corto silencio:

—Pero y el principio? El principio, no cabe duda, es Dios. No se habla de El; pero eso no impide que se crea en El.

Aunque Hipólito Sergueievich hubiera querido contestar, la expresión del rostro de Varenka le decía que sería inútil. Ella creía—lo manifestaba el fuego místico que brillaba en sus ojos—, y con voz dulce y tímida continuó:

—Cuando se ve la maldad de los hombres y se piensa luego en Dios y en el Juicio Supremo, el alma se llena de terror. Porque Dios puede siempre—hoy, mañana, dentro de una hora—pedir cuentas. Y a veces, ¿sabe usted?, se me antoja que no ha de tardar... Vendrá de día... se apagará el sol... se encenderá una llama nueva, y en medio de esa llama aparecerá El...

El joven sabio la escuchaba y se decía: "No tiene remedio, es inaccesible a la razón." Varenka estaba pálida de emoción, y en sus ojos se pintaba el espanto. Permaneció bastante tiempo en tal estado y se fué disipando la curiosidad con que la escuchaba Hipólito Sergueievich, que, al cabo, se cansó de oirla.

No lejos sonó una carcajada.

— Oye usted? —dijo ella—. Es Macha. ¡Ya hemos llegado!

Apresuró el paso y gritó:

—¡Macha!