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Un minuto después se hallaban junto al río. La orilla, en la que verdeaban numerosos abedules y pobos, descendía dulcemente hacia el agua. En la orilla opuesta, muy próximos a la corriente se alzaban altos pinos mudos que llenaban el aire de un denso aroma de resina. En aquella orilla todo era quietud, sombra, solemnidad, mientras que, en esta en que ellos se encontraban, los gráciles castaños agitaban sus ramas flexibles, se estremecía la fronda plateada de los álamos blancos, y los nogales se reflejaban en el agua. En la orilla opuesta sólo se veían sobre la amarillez de la arena manchas rojizas de pinocha.

En la orilla en que estaban ellos se hundían los pies en la hierba verde y pilas de heno, dispersas entre los árboles, exhalaban una fragancia deliciosa. El río, sereno, reflejaba como un espejo ambas orillas, tan poco parecidas.

A la sombra de unos castaños había tendido un tapiz de colores vivos sobre el que se veía un samovar, del que se elevaba un humo azul. Junto al samovar estaba arrodillada Macha, con una tetera en la mano. Tenía la cara encarnada y alegre, y los cabellos húmedos.

—¿Te has bañado? — preguntó Varenka — ¿Dónde está Grigori?

—Se ha ido a bañarse él también. No tardará en estar de vuelta.

—No lo necesito. ¡Tengo hambre y sed, nada más que hambre y sed! ¿Y usted, Hipólito Sergueievich?