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mo. Admirábase de sí propio, como si se contemplase desde lejos, y observaba con placer que nunca había estado tan sencillamente contento como entonces.

Macha no tardó en irse, y se quedaron solos.

Varenka estaba medio tendida sobre el tapiz y bebía té. Hipólito Sergueievich la miraba, como al través del velo de un ligero sueño. Todo en torno parecía encantado. Sólo se oía el canto melodioso del samovar y, a veces, un leve roce en la maleza.

—¿Por qué se ha quedado usted tan callado?—preguntó ella—. ¿Quizá se aburre usted?

—No, estoy muy a gusto—respondió él lentamente; pero no tengo gana de hablar.

A mí también me pasa eso a menudo—dijo ella con animación. Cuando todo calla alrededor, no me gusta hablar. Las palabras no sirven para decir muchas cosas: existen sentimientos para cuya expresión no hay palabras. No se debe turbar con palabras el silencio.

Calló, miró al bosque y, señalándolo con la mano, dijo sonriente:

Mire usted! Se diría que los pinos escuchan algo. ¡Hay entre ellos un silencio tan hondo! Se me antoja a veces que lo mejor es vivir en silencio. Pero también me gusta la tempestad... ¡Oh, qué hermosura! El cielo está negro, sin más resplandores que el de los rayos... el viento aulla...

¡Qué gusto da entonces salir al campo y cantar a gritos... o correr bajo la lluvia, cara al vien-