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cobo... Bueno. Los caballos se pararon y no había modo de hacerles andar. Poco a poco la nieve nos iba sepultando. ¡Hacía un frío de todos los diablos! La nieve me azotaba la cara. Jacobo abandonó el pescante y se sentó a mi lado, para que nos calentásemos uno contra otro. Nos colocamos sobre la cabeza la alfombra del trineo; pero la nieve se iba amontonando sobre la alfombra, que pesaba más a cada instante. Yo me quedé inmóvil y pensaba: "¡Estoy perdida! Ya no comeré los bombones que acabo de comprar." Pero yo no tenía gran miedo, porque Jacobo estaba a mi lado y hablaba sin cesar... "La compadezco a usted, señorita: no debía usted morir." "Pero tú también vas a morir—le decía yo. ¿Por qué no piensas en ti?" "¿Yo? Ya he vivido bastante, mientras que usted"... Y no pensaba más que en mí. Me quiere mucho el viejo Jacobo. A veces me riñe. "¡Qué estúpida eres!—me dice—. ¡Tunanta! ¡No tienes vergüenza! Ya te daría yo a ti"...

Varenka ponía cara severa y hablaba con voz ronca, imitando a Jacobo.

—Bueno, ¿y cómo encontraron ustedes el camino?—le preguntó Hipólito Sergueievich, al ver que, hablando de Jacobo, se había olvidado del relato.

—Los caballos, impulsados por el frío, se pusieron en marcha. Trotaron largo rato y llegaron, por fin, a una aldea que distaba trece verstas de la nuestra...