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La muchacha calló un momento y continuó:

—Nuestra finca, ¿sabe?, está muy cerca de aquí... cuatro verstas todo lo más. Avanzando por la ribera y subiendo después al bosque, se puede ver nuestra casa. Pero, claro, por el camino la distancia es mayor, lo menos de diez verstas.

Unos pajarillos audaces volaban en torno de ellos y, posándose de vez en cuando en las ramas de la maleza, gorjeaban animadamente, como si cambiaran impresiones sobre aquellos dos seres humanos solos en mitad del bosque.

Se oían a lo lejos risas, gritos, ruidos de remos en el agua: Grigori y Macha se paseaban en bote, sin duda.

—¡Llamémoslos y pasemos en bote a la otra orilla, a la pinada!—propuso Varenka.

El catedrático aceptó y, colocándose las manos junto a la boca, a modo de bocina, Varenka empezó a gritar:

—Venid aquí con el bote!

Los gritos dilataron e hicieron elevarse, su pe cho. Hipólito Sergueievich la admiraba en silencio.

Momentos después apareció el bote. Grigori sonreía con una sonrisa picaresca, un poco confusa. Macha se esforzaba en parecer enojada; pero no lo conseguía. Varenka, acomodándose en el bote, los miró y se echó a reir. Ellos también se echaron a reir, felices y turbados.

"Esclavos de Venus, a quienes la diosa ha sonreído" pensó Hipólito Sergueievich.