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En el bosque de pinos reinaba un silencio solemne, de templo. Los troncos se alzaban esbeltos, como columnas que sustentasen la frondosa bóveda, de un verde obscuro. Un aroma cálido e intenso de resina saturaba el aire. Las hojas caídas sonaban con un leve ruido bajo los pies.

Por todos lados se veían pinos rojizos, junto a cuyas raíces y al través de la capa espesa de las hojas caídas crecía una pálida hierba.

En medio de aquel imponente silencio vagaban Hipólito Sergueievich y Varenka, torciendo ya la derecha, ya a la izquierda, por entre los árboles.

—¿No nos perderemos?—preguntó él.

—¡Vaya una idea!—exclamó ella—. Yo no puedo nunca perderme. Me basta mirar al sol para encontrar la dirección.

El no le preguntó de qué modo se las arreglaba para orientarse mirando el sol. No tenía ninguna gana de hablar, aunque había momentos en que hubiera podido decirle muchas cosas.

Caminaba junto a ella y leía en su faz una muda alegría.

Se está bien aquí?—le preguntaba la joven de cuando en cuando, con una sonrisa cariñosa.

¡Sí, muy bien!—respondía él lacónicamente.

Y ambos volvían a callarse. El se imaginaba que era aún un muchacho respetuosamente enamorado, con un amor puro ideal, y que desconocía las luchas interiores en materia de amor. Y sin darse cuenta, sin querer, suspirando, como si