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se quitase de encima una pesada carga, exclamó:

—¡Qué bella es usted!

Ella le miró con asombro.

—Qué le pasa a usted? Va usted sin decir una palabra, y de pronto...

El joven sabio dejó oir una risita, confuso, desconcertado por el tono tranquilo de la muchacha.

Se está tan bien aquí!... El bosque es delicioso, y usted... es, en medio de él, como un hada de cuento... o, más bien, es usted una diosa, y su templo es el bosque.

—No—replicó Varenka, sonriendo—. El bosque no es mío: pertenece al Estado. Nuestro bosque está más lejos, avanzando a lo largo del río... y señaló con la mano a lo lejos.

"¿Habla en broma... o no me ha entendido?" —pensó Hipólito Sergueievich.

Y le acometió un ansia imperiosa de hablarle de su belleza; pero la veía serena, pensativa, y no se decidía. Aunque siguieron paseándose largo rato, hablaron poco: las impresiones dulces, plácidas de aquel día habían llevado a su alma una suave fatiga que adormecía todos los deseos, salvo el de pensar en silencio en algo que no era expresable con palabras.

De vuelta en la casa, supieron que Isabel Sergueievna no había regresado aún. Macha les sirvió el té, y se sentaron a la mesa. Luego, Varenka se marchó, después de haberle hecho prome-