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lento, su saber, a juzgar por la facilidad con que rechazaba sus ideas, sus teorías. Lo más probable era que le encontrara de su gusto, sencillamente, como hombre.

Este pensamiento le llenó de una alegría orgullosá. Cerrando los ojos, se imaginó, con una sonrisa de contento, a la muchacha dócil, vencida por él, dispuesta por él a todo, ofreciéndosele tímidamente y rogándole que la enseñase a pensar, a vivir, a amar.

***

Cuando el carruaje de Isabel Sergueievna se detuvo ante la casa del coronel Olesov, apareció er. la escalinata la larga y enjuta figura de una mujer vestida con una blusa gris.

¡Qué agradable sorpresa!—exclamó la dama con voz opaca, arrastrando mucho las erres.

—Mi hermano Hipólito—presentó Isabel Sergueievna, luego de besar a la dama.

Margarita Luchitsky!—se nombró la otra.

Cinco dedos fríos y secos estrecharon la mano de Hípólito Sergueievich, y dos ojos grises y brillantes se clavaron en él. La dama, con voz densa, pronunció muy distintamente, como si contase las sílabas y temiese decir algo de más:

—¡Tengo mucho gusto en conocer a usted!

Después se apartó un poco y añadió, indicande con la mano la puerta que conducía a las habitaciones: