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—Tenga la bondad.

Hipólito Sergueievich atravesó el umbral y oyó una tos ronca y una voz irritada que gritaba:

—Demonio, qué estúpida éres! Ve a ver... me parece que ha llegado alguien.

—¡Sigue!—animó Isabel Sergueievna a su hermano, al ver que se detenía indeciso—. Es el coronel que grita... ¡Somos nosotros, coronel, que venimos a visitarle!

En medio de una habitación amplia y baja de techo había un macizo sillón, cuyos brazos oprimían la adiposidad de un hombre corpulento, de rostro rojo, circundado, como de musgo, de cabellos blancos. La parte superior de aquella masa se agitaba pesadamente y brotaban de ella sordos ruidos.

Detrás del sillón alzábase el busto de una mujer alta y gruesa, cuyos ojos parecían sin luz.

—Me alegro mucho de ver a usted... ¿Es su hermano? Yo soy el coronel Olesov... En otro tiempo les hice morder el polvo a los turcos y a otros canallas; ahora, las enfermedades me hacen morderlo a mí... Tengo mucho gusto en conocerle. Mi hija Varvara está mareándonos todo el verano con su talento de usted, con su ciencia, etcétera, etc. ¡Pase usted al salón!... ¡Fekla, empuja!

Se oyó el ruido estridente de las ruedas del sillón. La parte superior del cuerpo del coronel se inclinó hacia delante, luego se echó atrás, y el enfermo empezó a toser balanceando la cabeza