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ción de fiambres. Un enorme "rostbeaf" sangriento, rodeado de botellas de vino, hizo sonreir alegremente al coronel. Hasta sus piernas medio muertas, envueltas en una piel de oso, se estremecieron ante la proximidad del placer gastronómico. Sus manos trémulas e hinchadas se tendían hacia las botellas, y su risa resonaba en el gran comedor.

Durante largo rato bebieron té. El coronel no cesó de contar, con su voz ronca, anécdotas de la vida militar; la tía Luchitsky hacía de cuando en cuando, con su voz opaca, breves observaciones; Varenka charlaba, por lo bajo, pero muy animada, con Isabel Sergueievna.

"¿De qué hablará?"—pensaba Hipólito Sergueievich, obligado a escuchar la charla del coronel.

Le parecía que la joven le hacía aquella tarde muy poco caso. ¿Qué significaba aquéllo? ¿Sería una coquetería? Se sentía capaz de enfadarse con ella.

La joven se volvió de pronto hacia él y se echó a reir a carcajadas.

"Mi hermana le ha hecho fijarse en mí"—adivinó el catedrático, frunciendo las cejas.

—Hipólito Sergueievich, ¿no quiere usted más té?—preguntó ella.

—No, señorita.

—¿Quiere usted que demos un paseíto? Verá usted parajes que le gustarán mucho.

—¡Vamos! ¿Y tú, Isabel?