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hileras de manzanos. Tras ellos, al extremo de la avenida, quedaba la casa. De cuando en cuando, se oía en el suelo el golpe sordo de una manzana que caía. No lejos oyeron hablar. Alguien preguntó:

—Es un pretendiente el que ha venido?

Otro respondió, muy secamente, algo ininteligible:

—Espere—dijo Varenka, cogiendo a su acompañante por la manga—. Están hablando de usted. Vamos a oirlos.

El la miró con frialdad y contestó:

—No me gusta espiar a los criados.

—A mí sí me gusta. Cuando los criados están solos dicen cosas interesantes acerca de sus amos.

—Será interesante escucharlos; pero... no creo que sea correcto.

—¿Por qué? De mí siempre hablan muy bien.

¡La felicito a usted!

Hipólito Sergueievich se sentía impulsado a hablarle a la joven brutalmente, a insultarla. Estaba indignado por su conducta de aquel día: en el salón no le había hecho ningún caso, como si no se diera cuenta de que la visita era para ella y no para su padre paralítico o para su tía consumida. Luego, suponiéndole débil, le había tratado con cierta displicencia.

"¿Qué significa esto?—pensaba—. Si no le gusto como hombre y no le intereso por mis dotes espirituales, ¿qué puede impulsarla hacia mí?