despaciosa, y todo debía suceder de prisa; la vida así sería más interesante.
—¿Quién sabe? ¡Puede que tenga usted razón! dijo Hipólito Sergueievich con dulzura—.
No por completo, claro.
—¿Cómo no por completo? Una de dos: o tengo razón completamente, o me engaño completamente. Soy buena o mala, bella o fea, the aquí cómo hay que razonar! Detesto el justo medio.
El oir decir: "Es simpática, bastante buena", me exaspera. La gente habla así por cobardía, porque no se atreve a decir la verdad.
—Sí; pero... con esa división en dos categorías, se expone usted a ofender a mucha gente.
—¿Por qué?
—Porque es injusta.
Dios mío, siempre está con la justicia a vueltas! Como si constituyese toda la vida y no se pudiera pasar sin ella. Y de qué sirve esa îámosa justicia?
La muchacha hablaba con entusiasmo, casi con cólera, y sus ojos brillaban.
—La gente no puede vivir sin justicia, señorita. ¡La necesita todo el mundo, empezando por usted y acabando por un "mujik"—dijo gravemente el catedrático, advirtiendo su animación y tratando de explicársela.
¡Yo no necesito la justicia!—dijo ella resueltamente, y como rechazando algo con el gesto—. Si la necesitase, me la tomaría por mi mano. ¿Por qué se preocupa usted tanto de los demás?... Yo