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creo que habla usted así para exasperarme: ¡está usted hoy tan grave, tan sabio!...

—¿Por qué cree usted que quiero exasperarla?

—¿Qué sé yo? Tal vez esté usted muy aburrido... Pero dejemos eso. ¡Estoy hoy tan nerviosa!

Estoy cargada de electricidad. Toda la semana han estado haciéndome reproches estúpidos con motivo de mis pretendientes..., insultándome, zahiriéndome con no sé qué sospechas...

Los ojos de la joven despedían chispas fosforescentes. Una emoción súbita la estremecía.

Hipólito Sergueievich, cuyo corazón precipitó sus latidos y cuya vista pareció enturbiar una niebla, se apresuró a excusarse.

—Yo no quería contrariarla a usted...

Pero en aquel momento, el trueno retumbó sobre sus cabezas, como si un monstruo enorme y bárbaramente jovial se echase a reir a carcajadas. Aturdidos, se estremecieron, se detuvieron un instante y, pasado el primer momento de estupor, emprendieron de nuevo, rápidos, su marcha hacia la casa. Temblaban las hojas de los árboles; la nube, que se extendía por el firmamento como un tapiz de terciopelo, proyectaba una obscura sombra sobre la tierra.

—¡Estábamos tan abstraídos en la conversación, que ni siquiera he advertido cómo iba avanzando la nube!—dijo Varenka.

En la escalinata se hallaban Isabel Sergueievna y la tía Luchitsky, tocada con un ancho sombrero ce paja que la asemejaba a un girasol.