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llenos de fuego, enseñando sus dientes blancos...

¡Ya llueve!

Grandes y pesadas gotas de agua empezaron a golpear el tejado, especialmente al principio, después con más frecuencia, por último con un ruido ensordecedor.

—Vámonos—propuso el catedrático—. Estará usted mojada.

Le turbaba un poco encontrarse en aquella obscuridad tan cerca de ella, y al mismo tiempo se sentía deliciosamente conmovido. Mirándole la nuca se dijo:

"Si yo le diera un beso"...

A la luz de un relámpago, que alumbró la mitad del cielo, vió a Varenka echar atrás la cabeza, lanzando un grito de entusiasmo, como si ofrendase su pecho a la tempestad.

Le rodeó, por detrás, el talle con un brazo, y, casi colocando la cabeza sobre su hombro, le dijo jadeante:

—¿Qué le pasa a usted?

¡A mí, nada!—gritó ella con enojo, desprendiéndose de sus brazos de un modo brusco—.

¡Dios mío, cómo se asusta usted! ¡Vaya un hombre!

Me había asustado por usted—respondió él con voz sorda, retrocediendo.

El brevísimo abrazo había llenado su corazón de un deseo irresistible de estrecharla contra su pecho hasta hacerle daño. Perdía su sangre fría.

Se sentía impulsado a bajar al jardín, para